Los monjes terminaron su misa de la mañana. Luego de que las paredes de la abadía albergaran sus cuidadas voces en un perfecto canto gregoriano, cada uno de ellos se retiró a sus habitaciones a seguir con sus oraciones del día. La abadía se encontraba enclavada a la mitad de un monte medianamente alto, por lo cual tenía el aislamiento suficiente y necesario como para que nadie se distrajera ni tampoco les fuera exageradamente complicada la vida. El monje más joven de la abadía lleva menos de un año en el lugar. Cuando niño y adolescente participaba activamente en el coro de la iglesia, por tanto el lugar donde estaba lo llenaba plenamente. Esperaba la llegada de cada mañana para sacar a relucir su único orgullo: la voz… pero luego un sentimiento de culpa lo invadía por pecar de orgulloso, lo cual lo dejaba el resto del día a merced del sufrimiento. Pese a que el abad le repetía una y otra vez que su voz era un don del Padre y que sólo la usaba para dedicar cantos a El, su alma lo torturaba. Así, un día optó por no cantar, lo cual fue inmediatamente corregido por su abad.
¿Qué hacer? Le encantaba cantar, cada vez que lo escuchaban lo bendecían, y al escucharlos, y escucharse, nuevamente el orgullo llenaba su corazón y el dolor lo embargaba. Llegó un instante en que, no hallando salida, decidió flagelarse cada vez que un dejo de orgullo lo asaltara. Durante dos semanas, luego de terminar de cantar en la misa, se encerraba en su cuarto y se golpeaba con furia, hasta que el pecado desaparecía de sí. Al empezar la tercera semana, en plena misa se desmayó. Con horror el abad recibió el diagnóstico del médico: anemia… fue tanta la sangre perdida por las heridas de su espalda, que necesitaría nutrición especial.